Nota Primera Por Gerardo Álvarez
No lejos de las nacientes del Arroyo, a legua y media al oeste de la Estación, existía desde la segunda mitad del s. XIX un humilde caserío criollo conocido como Pueblo
Argentino o de los Desmochado y también como Cañada Vieja. Pero luego del paso del Ferrocarril, el incipiente poblado que comenzó a crecer junto a las vías del Central Argentino, en el que convivían no solo hijos del país sino también hombres de muchas y muy lejanas patrias que habían venido del otro lado del mar, atrajo muy pronto a los escasos y esforzados vecinos de aquel paraje, entre quienes estaban Luis, Ángel y Lorenzo Acuña. Tres décadas más tarde, cuando ellos ya se habían aquerenciado definitivamente en Cañada de Gómez, residían en Lavalle y La Plata, ahora Moreno. Fue por entonces cuando Indalecio Acuña, que había nacido en 1879, se casó con María Cuello, hija de otra familia de prosapia criolla que moraba en un antiguo caserón rosado de calle Lavalle entre Callao y Montevideo, es decir Pellegrini y San Martín. Ese matrimonio tuvo doce hijos, cuatro de ellos varones, el mayor de los cuales fue Andrés, nacido el 5 de junio de 1902, cuando residían detrás de la peluquería de su padre, en el N.º 86 de la calle de la Estación, hoy Félix Pagani, casi frente a Plaza República, que en esa época estaba rodeada por una verja sostenida por robustos pilares1.
Andrés Acuña vivió su niñez en un tiempo en que antiguas casonas de ladrillo a la vista, patios con parras, madreselvas, higueras o malvones, cercas de tejido que emprolijaban ligustros, brocales y bebederos, molinos y caballerizas, una de las cuales se encontraba a los fondos de su casa, conferían abundante color a un módico entorno urbano, idéntico y a la vez distinto al de tantos otros pueblos de la Pampa Gringa santafesina.Y es de suponer que en sus salidas al campo, que lo habrán llevado consciente o inconscientemente hacia sus raíces, prendidas con firmeza al solar nativo de la Cañada Vieja, Acuña no debió permanecer insensible ante el indudable encanto de algunos ranchos y taperas, de las hondas huellas y los magros charquitos de ciertos solitarios caminos, de soberbias arboledas o silenciosos arroyos camperos, de trigales inmensos, doradas parvas de pasto o de aquellas ruidosas trilladoras que José Pedroni engarzara bellamente a sus recuerdos de infancia.
Indalecio Acuña había estado, en la década del ochenta, entre los primeros alumnos de la escuela denominada Argentina, Graduada, Superior Alterna y actualmente San Martín, cuando no eran muchos los jóvenes de hogares modestos que llegaban a cursar los estudios elementales y, al crearse en 1917 la Escuela Normal, que enriqueció el módico panorama educativo del Cañada de entonces2, quiso que sus hijos asistieran a ella. Así fue como Andrés y Adela integraron la primera promoción de maestros egresados en 1918, seguidos en años sucesivos por Luis, Antonia, Indalecio, Mario y Orfilia que también eligieron el noble oficio del magisterio. En esa época ya vivían en calle Lavalle, junto a la vieja casa de los Cuello, y en los fondos del hogar paterno, sobre callejón Tortugas, Andrés encontró una habitación en la que comenzó a cultivar sus inquietudes de artista, que sin duda debieron alentar la profesora de dibujo Matilde de Escarrá y aquellos distinguidos catedráticos de la Escuela de Maestros que fueron Sixto Suárez, Julio Gáspoz, Emeterio de la Vega, Felisa Ergueta o Alfredo Saybene3.
La profesora Nansy Maggi, en una inspirada aproximación a la obra de Acuña, supo caracterizar con acierto sus inicios en la pintura al expresar que:
«Nació casi en el siglo, en la época en que ya se escuchaba el Canto del Cisne de los impresionistas. Tenía muy pocos años cuando en Europa murieron Toulouse-
Lautrec, Pizarro, Cezanne… Picasso había comenzado su período azul, y se estaba preparando en Paris el movimiento pictórico de los fauves, las fieras del color. Muy joven empezó a pintar, pero este siglo tan tumultuoso en arte y tantos ismos de la plástica que le fue contemporánea, no influyeron en sus primeros tiempos de paisajes figurativos y poéticos. Desarrolla una evolución personal en los grabados donde se evade de la realidad descriptiva, creando formas originales. La búsqueda de experiencia, la autoexpresión tan característica de nuestra época se advierte en las monocopias»4.
A poco de obtener su título Acuña comenzó a ejercer en Carcarañá y Correa, siendo trasladado más tarde a la Escuela Alberdi, cuyos destinos regía esa distinguida educadora que fue doña Clara de Martínez Pombo. Conoció las penurias de un maestro rural en el campo Las Vascas, desde donde regresó a la ciudad para ocupar la dirección de la Escuela Nocturna, primero, y más tarde de la Almafuerte. Siguieron después los años como director en Bustinza, que corresponden a su madurez profesional y artística y coinciden con la etapa de su vida que comenzó luego de su matrimonio con María del Carmen Chiquita Chena, hija de un popular comisario del Cañada de ayer, don Eudoro Zenón Chena, boda que se formalizara en 1943.
Hacia 1950, cuando ya había nacido su única hija, María del Mar, fue trasladado a Firmat, se desempeñó como inspector, estuvo al frente de la Escuela Sarmiento y fue el primer director del colegio secundario, gestiones que tuvieron la impronta normalista que había adquirido durante sus años de formación en La Normal. Quienes trabajaron con él en la docencia conocieron bien la firmeza de su carácter, la rectitud de sus procederes, su estimable formación pedagógica y la fervorosa adhesión a la causa sarmientina de la educación popular que lo acompañó durante toda su vida. Y su hogar, que comenzó a ser conocido como la casa de los Acuña, se convirtió en un ámbito frecuentado y cálido, propicio para la conversación amena y la tertulia amable que solía arpegiar el rasgueo de alguna guitarra o era matizada por las inferencias de algún artista o intelectual que se llegaba a Firmat para frecuentarlo o conocerlo y a veces, también, para actuar en las veladas de Amigos del Arte, entidad que Chiquita presidió durante años.
En la década de 1920 entabló una estrecha amistad con Martín Santiago, meritorio pintor que lo acercó a museos y galerías y también, luego de visitarloen Loza Corral, Córdoba, con ese insuperable paisajista que fue su admirado Fernando Fader, quien ante su requerimiento de que «le enseñara a pintar» contestó simplemente: «Miré Acuña, nadie le enseña a un jilguero a cantar como un rey del bosque, si Ud. tiene talento va a surgir…». Y también fue muy especial la amistad que lo unió con quienes dirigían la Biblioteca Rivadavia de Cañada de Gómez y su revista literaria Cultura entre 1920 y 1960, Vicente Leoni y Félix Pagani6.
Durante su dilatada y fecunda trayectoria presentó muestras individuales en acreditadas salas de arte de Rosario –Fidelibus, Ross, Scarabino, Diez, Renóm–, Santa Fe, Córdoba y otras ciudades del interior, y también una exposición en la galería Müller de Buenos Aires, en septiembre de 1940, que le valió elogiosos comentarios de la prensa especializada. En esa oportunidad el crítico de La Nación señaló que «Andrés Acuña es un maestro de escuela primaria cuyas vacaciones se concretan en glosas de líneas y colores» y que «la paleta se aclara en un lienzo bien observado: De mi pueblo», mientras que La Prensa, que reprodujo esa misma tela, hizo referencia a «su valiosa labor de refinado colorista». El diario Rosario consideró al artista un «cultor del paisaje en sus tonos poéticos, en sus sombras evocadoras, en sus verdes cambiantes. En la atmósfera total y en los cielos dispares de nuestra tierra»7.
1 ÁLVAREZ, GERARDO. «Andrés Acuña, admirable maestro, refinado colorista», en Estrella de la Mañana, 29 de noviembre de 2007.
2 ÁLVAREZ, G.: La Normal – Historia de la Juan F. Seguí y de sus irradiaciones culturales desde nuestra Manzana de las Luces, Cañada de Gómez, 1917-2017, Escuela de Educación Secundaria Orientada N.º 207 Juan Francisco Seguí,2017, p.16 y ss.
3 Ibíd.
4 Testimonio de Nansy Maggi.
5 Testimonio de María del Mar Acuña
6 Ibíd.
7 Carpeta de testimonios de la labor de Acuña.