
Por Luis Moroni, periodista de Marcos Juarez, radicado en Francia.
A medida que uno crece y madura va comprendiendo el valor de asumir sus propias limitaciones y también de sus actos, se va haciendo más responsable y deja de echarle la culpa a los demás o a lo que pasa afuera de todo lo que le acontece.
Uno entra en eso tan extendido en el mundo del psicoanálisis de “la capacidad de hacerse cargo de uno mismo”.
No por ello dejamos de reconocer que somos seres humanos integrados en mayor o menor medida a una sociedad y que al igual que nuestros actos tienen cierta incidencia en los demás, también lo que hagan o dejen de hacer otros actores sociales tendrá, inevitablemente, cierta repercusión en nosotros y afectará en alguna medida nuestra vida cotidiana. En esto podemos coincidir todos los que intuimos que vivir en Alemania o en alguno de los países escandinavos ha de tener alguna diferencia con vivir en Argentina.
Bueno, a menos que suframos una disfunción neuronal severa como parecen padecer ciertos políticos argentinos que se atreven a comparar el nivel de pobreza y las respuestas del Estado en esos países con el suyo.
En honor a la seriedad que reviste el tema, esos candidatos al despropósito bien podrían guardarse su cinismo para futuras campañas electorales y no ofender más a la gente que la está pasando tan mal mientras ellos deambulan por los medios de
comunicación en busca de entrevistas mejoradoras de imagen.
Porque hay que estar muy mal por dentro, tener un interior más pequeño que el bolsillo de los pobres a los que se refieren – como si de una cosa se tratara - para negar la situación de millones de personas que desde hace décadas están siendo abandonadas por el Estado.
Un Estado como el argentino que, con matices propios de la ideología que lo controle, siempre está más ocupado en atender cuestiones partidistas e intereses de aquellos a los que les sobra de todo menos corazón.
El problema es que esos dirigentes provienen de una sociedad que sigue sin asimilar su trauma de origen. Ese que la empuja, desde una pretensión arrogante y algo esquizofrénica, a intentar ser más europea y menos groncha. “Pobre gente”, ya que nadie termina de liberarles del infortunio que significa convivir históricamente con tantos “negros y vagos capaces de mostrarse hasta beligerantes atraídos por el liderazgo político de quienes ellos más detestan”.
Es curioso lo que ocurre. Porque esos mismos ciudadanos cuando están lejos del poder son capaces de entremezclarse con pueblos originarios y con el mestizaje y, a la vez, se muestran sensibles con los pobres locales y hasta llegan a ser estupendos anfitriones recibiendo abiertamente a sus pares latinoamericanos.
En cambio, si tocan poder o la seguridad económica peligra “una especie de neurosis racial los invade y comienzan a
destilar veneno verbal contra todo pobre o inmigrante de tez morena que se cruce en su camino”.
La lógica dominante
El otro día una amiga de clase media muy convencida del valor del mérito como instrumento de progreso personal y ascenso social, me dijo: “Los ricos no tienen la culpa de ser ricos”, lo cual me llevó a meditar sobre “la hija de putés en la que crecimos los de su misma condición”.
Desde esa lógica, naturalmente impuesta por los sectores dominantes siempre eficaces para mantener un relato que defienda sus prebendas y su accionar político-empresario, no solo debemos aceptar que “la riqueza del rico es intocable, sino también que no se debe discutir la manera a la que se llegó a ella”. De allí a “caer en la tentación de
culpabilizar al pobre por su pobreza y a quienes intenten hacer algo por él hay apenas un pasito”.
Los vicios del poder
Los poderes políticos suelen repetirse en la mecánica de buscar chivos expiatorios o de echarle la culpa a un sector social ante la incapacidad de asumir las carencias que están en la estructura de sí mismo. En Estados Unidos allá por la década del ‘70 y hasta los años ’80, la inconformidad de una parte de la sociedad con respecto al consumismo
y la actitud beligerante del Estado tenía como único responsables a los jóvenes e intelectuales que abusaban de las drogas.
En Alemania, el antisemitismo de los años ‘30 y ‘40 enseñó a ver a los judíos como únicos culpables de todos los males sociales.
Huelga hablar de lo que sobrevino después como consecuencia de ese relato que se impuso en la sociedad germana.
En Argentina primero fue el peronismo de Perón y Evita, después el nuevo peronismo y la izquierda que durante los años previos a la dictadura se sirvieron del idealismo de los jóvenes llevándolos a caer en las garras de la subversión. Mientras que hoy para la burguesía y una gran parte de la clase media argentina “los pobres y los dirigentes
gremiales son los principales responsables del atraso, la vagancia y la falta de crecimiento que está asolando al país; exponiéndola a repetir los dramas que afectan a Venezuela al ser conducidos por el peronismo - kirchnerista (que encima está a días de volver a gobernar).
“Siempre el poder encuentra el demonio en la vereda de enfrente y lo hace desde su mirada de ombligo, una mirada cargada de mezquindad, hipocresía y ambición.”
La pobreza como instrumento
Es obvio que existen dirigentes que utilizan a los pobres para su posicionamiento político, “para juntar votos”, y que muchos de los pobres cuando salen de su situación se olvidan del resto y actúan como si jamás lo hubiesen sido; como una forma malsana de olvidarse de su pasado y origen. Y también es cierto que en el Estado ha habido
algún dirigente de peso que desde su sensibilidad y responsabilidad política tomó decisiones para intentar reducir la pobreza. Pero la realidad de este drama humano demanda mayores esfuerzos, sobre todo exige “un cambio total de mentalidad de la sociedad respecto al pobre y la pobreza”. Quizá haya que revisar la relación que tenemos cada uno de nosotros con los pobres y la pobreza. Evidentemente no ha alcanzado con intentar alejarnos de ella ni con criticar a los pobres “por ser como son ni con cuestionar su escala de valores”. Además, es evidente que “el mal” está en las
raíces del propio sistema.
Tampoco pido que quieran o amen a los pobres, porque “el amor no se pide ni se puede imponer”. Y hasta podría sonar muy sentimental… Pero sí me siento con el derecho de pedirles que cuando hablen de los pobres y de la pobreza que castiga a millones de personas lo hagan con algo más de respeto, un respeto que ni los “mequetrefes de la
política” tienen tan siquiera por sí mismos (obsesionados con el poder, el dinero y el control social), ni la mayoría de la gente manifiesta al referirse a ellos; “a quienes seguramente les duele su pobreza mucho más que a nosotros cualquiera de las molestias que desde su condición nos puedan generar”.
La esperanza como especie
Quien haya caminado con algo de atención en la vida, habrá constatado que la alegría es independiente de cómo le vaya al país, al entorno o al bolsillo. Que la alegría es intrínseca a la condición humana, como la tristeza y la esperanza. “Las tres conviven en los más profundo de nosotros mismos sin considerar quienes somos ni a qué clase social pertenecemos”.
Ese gran buscador que fue el psiquiatra y escritor Claudio Naranjo, alguna vez dijo: “Hay algo inherente al ser humano que se expresa en cualquier condición en modo de alegría o júbilo por el propio hecho de ser, de existir”… De ser esto cierto representaría una mala noticia para los ricos y/o aprendices de ricos de la clase media que se ofuscan
y rechazan las formas de sentirse alegres que encuentra la llamada “clase baja”. Esa que siempre pareciera quedarse con algo que les pertenece a ellos para pasárselo bien con o sin esfuerzo.
Precisamente, esa visión sesgada de la realidad es la que les condena a vivir “bastante” mal en el presente y angustiados por el futuro. Una mirada que nació en el seno de un entorno donde el desprecio a lo diferente tuvo mucho más peso que el valor de la tolerancia y la compasión. Una mirada más proclive a alejamiento que al encuentro.
A pesar de todo, cualquiera sea nuestro origen y lugar de residencia los seres humanos somos capaces de crear cosas maravillosas, las melodías más emocionantes, las esculturas más sublimes y, a la vez, hacer las barbaridades más horrorosas. Una de las peores quizá sea considerar a la naturaleza como propia y al otro como una cosa,
“como si ese otro tuviese menor valor que yo por interpretar o entender la vida de manera distinta.”




































